El anuncio oficial de acelerar la eliminación de los subsidios a la energía eléctrica y el gas no puede leerse únicamente como un acto de responsabilidad fiscal. Bajo el ropaje técnico de la “focalización” y la “graduación” del gasto, se esconde un ajuste que exporta al bolsillo de las familias la cuenta del déficit estatal y las exigencias comprometidas con organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Las autoridades argumentan que este proceso permitirá que los precios reflejen los costos de producción y distribución, eliminando así distorsiones económicas y favoreciendo la sostenibilidad del sistema energético. Pero en la práctica, esta lógica se traduce en boletas cada vez más altas para quienes ya destinan una porción significativa de sus ingresos a cubrir necesidades básicas como luz y gas.
Además, la focalización anunciada reduce los umbrales de ingreso para mantener subsidios y cruza parámetros como patrimonio y consumo, lo que deja en una situación de vulnerabilidad a hogares medios que no necesariamente cuentan con ingresos cómodos ni redes de contención social.
Organizaciones de consumidores y sectores sociales advirtieron que estas políticas no vienen acompañadas de mecanismos efectivos de mitigación, como la expansión de tarifas sociales o subsidios dirigidos a los más necesitados, ni de inversiones suficientes en eficiencia energética que reduzcan el consumo real sin sacrificar calidad de vida. El riesgo es claro: convertir la energía, un bien esencial, en un lujo que muchos no podrán pagar con regularidad.
Mientras tanto, la eliminación acelerada de subsidios energéticos se perfila como un ajuste que impactará de manera más dura en los bolsillos populares y en la clase media, planteando una pregunta incómoda para la conducción económica: ¿hasta qué punto la racionalidad fiscal puede justificar un aumento de la desigualdad y la presión sobre hogares ya golpeados por una economía cuesta arriba?


